Gabriela Mistral firmando un libro.
A partir de este momento emprende su tarea de maestra, que
la lleva en pocos años del valle de Elqui a la región sureña de la Araucanía y
de allí a las montañas que rodean la ciudad de Santiago en un viaje que le
permite captar en toda su diversidad la naturaleza de su verde país e
identificarse con la entrega y el servicio a los humildes a través de su
vocación docente: «La Maestra era pobre. Su reino no es humano. / (Así en el
doloroso sembrador de Israel). / Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano / ¡y
era todo su espíritu un inmenso joyel!».
Son, sin embargo, las experiencias del amor y de la muerte
las que van a marcar de forma más definitiva el alma de Gabriela; tenía tan
solo 20 años cuando el suicidio de su novio, el joven ferroviario Romelio Ureta
Carvajal, viene a dejarle una impronta de angustia y de dolor que aparecerá
reflejada posteriormente en sus Sonetos de la muerte: «Te acostaré en la tierra
soleada con una / dulcedumbre de madre para el hijo dormido, / y la tierra ha
de hacerse suavidades de cuna / al recibir tu cuerpo de niño dolorido».
Más tarde vendrán otros amores, como el vivido con el poeta
romántico Manuel Magallanes Moure, que se encontraba entre el jurado que la
premió en los Juegos Florales de Santiago en 1914, y a quien dirige una
encendida correspondencia amorosa en la que expresa su soledad y su dolor. A
partir del reconocimiento obtenido en este certamen comienza en la vida de
Gabriela una etapa fecunda y creativa: publica algunos poemas en la revista
Sucesos y entra en contacto con el poeta Rubén Darío, quien publica en la
revista Elegancias de París su poema «El ángel guardián» y el cuento «La
defensa de la belleza».
Revista «Primerose», donde publica “Sonetos de la muerte”,
1915.
Empieza a publicar muchas de sus composiciones: «Los sonetos
de la muerte» salen a la luz en la editorial Zig-zag, y en la revista de
Educación Nacional aparecen los poemas «La maestra rural», «Plegaria por el
nido» y «Redención»; además se la incluye en prestigiosas antologías como la de
poetas chilenos, Selva lírica, preparada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín
Araya. Estas primeras incursiones en las letras van a verse avaladas más adelante
por un crítico de la categoría del español Federico de Onís, quien dicta una
serie de conferencias sobre su obra a profesores españoles y norteamericanos en
la Universidad de Columbia y consigue que el Instituto de las Américas de
Neueva York publique en 1922 su primer libro, Desolación. Su verso desnudo, que
se opone a la poesía aristocratizante del modernismo, se encuentra, como bien
ha señalado Consuelo Triviño, impregnado de un panteísmo en el que la geografía
americana llega a ocupar un lugar sagrado y por medio del cual la poeta, que no
aspira a captar la belleza de las cosas sino la esencia misma de la vida,
empieza a ser conocida en todo el continente.
El filósofo José Vasconcelos la invita a México a colaborar
con la reforma educativa y desde ese momento inicia una existencia itinerante
que la lleva a Estados Unidos y luego a Europa en un periplo en el que su vida
de madre y amante frustrada encuentra en la labor docente y en la poesía la
forma de exorcizar su dolor. Durante estos años de constante errancia dicta
conferencias en diferentes universidades y se relaciona con algunos de los
intelectuales más sobresalientes de su tiempo: Giovanni Papini, Henri Bergson,
Paul Rivet y Miguel de Unamuno, entre otros. Ocupa cargos importantes en
representación de su país en España, Portugal y Francia, y mientras recorre
esos países cargados de tradición y de historia siente que las raíces que la
ligan a su tierra crecen con la distancia como un árbol frondoso que se niega a
desarraigarse fácilmente del lugar donde ha crecido:
En el campo de Mitla, un día
de cigarras, de sol, de marcha,
me doblé a un pozo y vino un indio
a sostenerme sobre el agua,
y mi cabeza, como un fruto,
estaba dentro de sus palmas.
Bebía yo lo que bebía,
que era su cara con mi cara,
y en un relámpago yo supe
carne de Mitla ser mi casta.
El encuentro con la vieja Europa sólo ha servido para azuzar
su nostalgia y permitirle recuperar la imagen de América Latina en Tala y
Lagar, dos libros que se nutren de sus paisajes y su esencia, y que sirven de
antesala a su gran Poema de Chile, en el que trabaja intensamente durante los
años postreros de su vida y que sólo aparece publicado de manera póstuma en
1967, una década después de su muerte.